sábado, 17 de septiembre de 2011

Miss... Cojones.

"Miss Agente Especial". La vi puramente porque no había nada en la televisión y mi ordenador, en esos momentos, había decidido en contra de mi voluntad romperse sin que yo me pudiera despedir. No sé si la critico como cinéfila o como feminista. Leed y me decís, porque yo no me aclaro.
La película dos temas muy trillados en el cine, a saber: "Protagonista policía se tiene que hacer pasar por alguien para resolver un caso y al final aprende una valiosa lección (lección que desapruebo totalmente en este caso)" y el otro "chica fea se hace guapa y se liga al chico guapo", o su variante "chica fea con principios se hace fea y los pierde".
No la vi del todo, estaba demasiado ocupada tratando de salvar el cerebro que me escapaba por las orejas concentrándome en otra cosa. Pero pillé el argumento: Sandra Bullock es una poli descuidada y marimacho del FBI. Llega el soplo de que un grupo terrorista o no-sé-qué intenta matar a las misses y se tiene que infiltrar para evitarlo (por lo que se ve, no había otra manera). Sandra entra, intenta aparentar veintipocos (en cada cacha, Sandra, en cada cacha), se pone guapa, aprende a ser una miss pese a sus convicciones de que el concurso es retrogrado, salva a las misses, no gana pero aprende una valiosa lección y se queda con el chico, su compañero de toda la vida.
¿Qué lección aprende? Por lo que vi, que hay que ir bien arreglada y que el concurse de las misses mola. Peor: que hay que ser guapa para conseguir al chico. Porque, a mi no me jodas, cuando era "fea" y no se arreglaba, era solo la "colega" del tipo. Luego, la ponen guapa y maquillada y el tío se enamora. Además fue totalmente forzado, sin ninguna base que mereciese la pena.
Es indignante. Además de ensalzar un concurso que cosifica a las mujeres cosa mala, manda el mensaje de que hay maquillarse como una puerta y controlar los modales hasta reducirlos a una masa sumisa para gustar a los tíos.
Anda y que le jodan a Hollywood.

miércoles, 31 de agosto de 2011

La muerte de la moscarda

Moscard era una moscarda solitaria. Demasiado grande para estar entre las moscas, demasiado pequeña para entre las moscardas normales. Además, su estúpido nombre incitaba las burlas entre los de su especie pues, además de hacer notar lo que era, denotaba una gran pereza por parte de su madre a la hora de elegir el nombre.
Así había sido su vida. Volando de aquí para allá, sin nadie con quien compartir sus ruidosos vuelos.
Cierto día, un moscardón se le acercó. No parecía tener listón alguno o escrúpulos, pues quiso acercase a ella. Él tuvo el detalle de explicar sus motivos: Quería que sus genes se expandieran lo máximo posible. Ella, ávida de compañía, aceptó.
Pero él se fue. Ella, sin darle demasiada importancia (o al menos eso se dijo a sí misma), siguió vagando sin rumbo.
La fatídica noche de los hechos, presintió la llegada de su prole. Su vuelo pasó de ser errático a tener un propósito: buscar un lugar seguro para sus hijos, quienes la salvarían de su soledad.
Encontró un rincón oscuro en una casa. Era perfecto, pero tan solo segundos después de haberse sentado a esperar, sintió que tenía compañía. Una cucaracha grande, roja e inquieta, compartía rincón con ella. Ignoraba su dieta, pero de ninguna manera iba a dejar a sus larvas a su merced. Y entonces ocurrió. Ella vio venir el spray, la cucaracha no tuvo tanta suerte.
Pudo alzar el vuelo, pero no lo suficientemente rápido. Se llevó su minúscula porción de veneno, lo suficiente para ver su final esa misma noche. Voló débilmente fuera del lugar, girándose a tiempo para ver que su, por un breve momento, compañera caía al suelo.
Salió de aquella casa de los horrores y se dirigió a la primera ventana oscura que encontró. Nunca entendió esa obsesión que tienen los insectos por las luces. Era pura lógica: Luces es igual a humanos, humanos es igual a insecticida e insecticida es igual a muerte. ¿Era Moscard la única que se había dado cuenta?
Entro y se posó sobre un libro que mostraba el dibujo de un humano con gafas redondas. Demasiado débil para buscar otro lugar, supo que era allí donde tendría a sus hijos.
Se giró al oír un sonido: Había una humana en esa habitación. Se había girado sobre el colchón y siguió durmiendo. Ahora se sentía un poco insegura sobre su elección. Era bien sabido que los humanos son los principales enemigos de los insectos. ¿Qué habían hecho ellos? ¿Vivir? Genocidas.
Los humanos eran extraños para Moscard. Algunos se levantaban con decisión y los mataban. Otros los torturaban. Algunos pocos los mantenían encerrados y otros muchos se asustaban. No entendía a estos últimos. Los humanos son muchísimo más grandes. El miedo es algo completamente ilógico teniendo esa ventaja.
Miró a su alrededor, esperando una señal de que su anfitriona era uno de esos casos de humanos que respetaban a los bichos. Dormía prácticamente en el suelo, por lo que los insectos terrestres no le importarían. Además pudo ver a una pequeña salamandra y a una araña durmiendo en distintos rincones. Decidió que esa humana respetaba a las criaturas pequeñas.
Cuando hubo dado a luz a sus pequeños, estaba demasiado débil para hacer nada más, pero intentó llegar hasta donde la chica reposaba su cabeza, sin saber bien el por qué. Erró su vuelo y cayó al lado del colchón, donde perdió la consciencia, pensando que su hora había llegado y enviando una despedida silenciosa a sus larvas.

%97Sigrid, despierta.
Moscarda despertó al oír un ruido. Miró hacía la puesta, donde una humana mayor se alejaba.
Su sorpresa era mayúscula. No había muerto. Puede que la cantidad de insecticida no fuera suficiente, después de todo. Quiso ir a ver a sus retoños, pero el veneno sí que había sido suficiente para robarle el poder sobre su cuerpo. No podía moverse, solo zumbar.
Miró a la humana, que murmuraba en sueños, y quiso despertarla. Ella cuidaría de sus hijos, y si la veía en el suelo, comprendería la situación y la llevaría junto a ellos. Con la intención de despertarla, empezó a enviar zumbidos fuertes.
La chica abrió los ojos, confusa. Los cerró de nuevo, como si fuera incapaz de mantenerlos abiertos, pero volvió a despertar de golpe, como extrañada por el sonido. Su mirada somnolienta se agrandó, dejando ver una expresión de horror e incredulidad mientras miraba a las larvas, que retozaban y se movían en el apretado montón en el que Moscard las había dejado la noche anterior.
Se acercó a ellos, los miró, se frotó los ojos y se pellizcó varias veces el brazo. Cogió el libro y salió disparada de la habitación.
No era precisamente la reacción que Moscard esperaba, pero ¿valdría? Seguramente habría ido a buscarle un lugar seguro a los pequeños. Escuchó unas voces y luego pasos que se dirigían a la habitación de nuevo. La chica había vuelto, con las manos vacías.
Se acuclillo a lado de la mesilla y la miró con atención, buscando alguna larva que se hubiera perdido (eso supuso Moscard). Su mirada vagó (con la misma expresión incrédula y horrorizada ("¿sería su expresión normal?" se preguntó la moscarda)) hasta que sus ojos repararon en ella, en el suelo al lado del colchón. La miró con atención, entrecerró los ojos y por su mirada pasó un brillo de entendimiento.
"Entiende mi situación" pensó Moscard. Observó como la humana decía algo entre dientes antes de alcanzar un pesado libro de otra mesa y lo alzaba sobre Moscard. "¿Qué demo...?"

Lo último que supo Moscard es que un diccionario de inglés se le venía encima.
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Basado en hechos reales. Yo simplemente le he dado un toque dramático.

martes, 15 de marzo de 2011

Sin título

Bostezo. Larga y descaradamente, abriendo mucho la boca. Al terminar, me limpio una lagrima que se me escapa e ignoro al profesor, que me regaña por mis malos modales. Normalmente no soy así, me suelo comportar, pero en clases como esta me resulta imposible. Al fin y al cabo, debo demostrarle al profesor cuán aburrida me parece su lección y él mismo.
Miro el reloj del móvil. Han pasado 10 minutos desde que comenzó la clase, 25 desde que me levanté a toda prisa, y unos 12 desde que llegué. Pienso todo eso mientras guardo el móvil lentamente y devuelvo la mirada a la nada, con mis parpados pesando y un algo en mis oídos que convierte todo lo que dice el profesor en un zumbido molesto.
Y mi mente en un blanco impecable.
Para evitar dormirme, paseo la vista por la clase, que en sí misma es deprimente. Rostros pálidos aburridos como yo, otros durmiendo y otros atentos, aunque mas parece que solo lo sigan con la mirada. El aula, iluminada con luces de neón y las persianas cerradas (no vaya a ser que veamos el exterior y nos animemos).
Mi viaje se detiene en la ventana, en un pequeño resquicio por el que veo el cielo azul, brillante y las hojas de un árbol. Me sumerjo en mis pensamientos. Los pájaros están en un silencio sepulcral hoy, precisamente. Parece que solo están cantarines cuando yo quiero dormir. Hoy, que necesito oír algo que no sea el profesor, se callan. Malditos.
Seguramente, en algún otro lugar del mundo, alguien estará durmiendo, alguien se aburrirá como yo o estará trabajando. Alguien, es este momento, llora, ríe, come o incluso canta. Habrá mas gente en clase, otra se estará acostando o estará de fiesta. Y yo, en clase, les dedico mis pensamientos, más que a la persona muerta hace muchísimo tiempo de la que habla el profesor.
Miro el reloj. Han pasado 5 minutos. Diablos. Me rindo y miro al profesor, intentando captar algo de lo que dice. Un momento... ¿No estaba hablando de ese mismo tipo al comienzo de la clase con las mismas palabras? ¿Y la clase anterior? ¿Y la otra?... Creo que ha entrado en bucle, con su monótono tono de voz.
Oh, una novedad. Alguien llama a la puerta, a los veinte minutos del comienzo de la clase. Entra jadeante, con la cara colorada, sudando y despeinada:
—¿Se puede? —pregunta sin aliento.
—Anda, pasa —responde a su vez el profesor, sin apartar los ojos del libro.
¿Quien demonios viene a estas horas, tan tarde? Soy yo y me quedo en mi casa hasta la hora siguiente... Oh, es verdad, si soy yo.
… ¿Eh...? Espera un momento. Yo estaba en mi pupitre, aburriéndome desde el comienzo de la clase...
Me encuentro en la puerta, agarrando con fuerza el marco, como para no caerme, mirando mi pupitre y los rostros que me miran fijamente, con cierta sorpresa. ¿Qué esta pasando?
Me muevo hacia mi mesa, que cada vez esta mas lejos y la gente todavía me mira.

Abro los ojos. Estoy mirando el techo de mi cuarto. ¿Un sueño? Debe serlo. Tener tanto tiempo libre no me hace ningún bien.
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Mi mente es un maldito caos a las 5 de la madrugada.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Clase 10

Aclaro que esto lo escribí hace meses.

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Si hace eones os hablé de mis experiencias como no estudiante y maestra, la situación dio una especie de vuelco repentino. No hay otra palabra. Repentino. De un momento a otro no estaba haciendo nada en mi casa, como había sido la acostumbrada rutina desde que suspendí, a estar a las ocho y pico de la mañana en un instituto de educación de adultos, matricula en mano. Y ahí que me vi, sorpresivamente aceptada (cuando me habían asegurado que era muy difícil) en un instituto que no conocía, refugiada de la lluvia en las antiestéticas escaleras de metal exteriores y rodeada de gente nueva como yo pero que todos parecían saber donde iban, todo lo contrario a mi.
En un acto de pura desesperación, me dirigí hacía el tablón de anuncios con una apariencia calmada y mis ojos se movieron freneticos en busca de mi nombre. ¿Habría habido algún error? ¿Sería un "ups, que error más tonto, me vuelvo a dormir"? Ah, no. Una Sigrid aparece en la lista, y estoy bastante segura de que mi nombre es el único en la región, sobre todo si viene acompañado de los apellidos pertinentes. Suspiro, y busco mi clase.
"Clase 10" rezaba el cartel destinado a guiar a los nuevos. Bien, ¿donde está la Clase 10? Me adentré un poco más en el edificio y veo, a través de los cristales diversas clases, con sus pupitres y toda la parafernalia que exigen las aulas. Miro las señales de encima de las puertas. "Clase 8", "Clase 7", "Clase 5"... Ningún 10. Las nueve menos diez... La clase empieza a las nueve. Aprieto y suelto los puños de manera compulsiva y voy a la Secretaría. Ahí está la misma que me atendió cuando fui a echar la matrícula:
—Disculpe —musité, ella ni se dio cuenta—. Disculpe —dije otra vez, alzando un poco más la voz.
Me miró. Esbozó un sonrisa falsa:
—¿Sí?
—Quería... Eh... Quería saber donde está la Clase 10.
—Lo pone en la puerta —soltó de forma seca.
"Ya he mirado y no, no lo pone, zorra" me abstuve de soltarle un improperio y lo volví a intentar.
—Ya he mirado y no...
—Pues lo pone en la puerta. —me interrumpió abruptamente.
—Vale —dije, con un pequeño espasmo en el ojo, y salí sin mirar atrás.
Miré el cartel de la puerta de nuevo. Clase 10. Miré a ambos lados del pasillo, esperando que, quizás, la clase se materializara delante de mis ojos. No fue la clase, pero sí un profesor calvo con bata blanca. Una esperanza. Me acerqué a él intentando no parecer eufórica y/o desesperada y le pregunté.
—Disculpe, ¿podría decirme donde está la Clase 10? —lo solté todo rápida y atropelladamente.
El profesor Anónimo me dirigió una sonrisa amable.
—Claro, sígueme.
Me condujo hacía la puerta que daba afuera, a las horribles escaleras de metal y señaló un pequeño edificio, un bajo dividido en dos aulas.
—Es ésa. La que está a la derecha.
Miré hacía el insignificante edificio. "Anda, coño..." una vez más, me lo guardé para mí.
—Gracias —esbocé media sonrisa y empecé a bajar escalones.
Al llegar, la presentación (que no clase) había empezado. El tutor era el que iba a ser el profesor de matemáticas. Y entre los alumnos, más jóvenes de lo que me esperaba, vi alguna cara conocida. El profesor soltaba mucho blablablá para acordarme ahora. En general, contaba de como iba a ser el funcionamiento: clases de dos horas y recreos de veinte minutos. Luego, repartió formularios para rellenar y los horarios. Bien, un consuelo: sólo tendría que asistir tres días a la semana, sumando un total de ocho horas a la semana, teniendo que cursar únicamente Matemáticas y Biología. Suspiré aliviada y reprimí el gesto de victoria.
—Bien, y ahora, ¿por qué no os presentáis?
Mierda. Hablar en público y tener que escuchar a un montón de alumnos cuyos nombres no recordaría dentro de una hora. Me presenté. Otras alumnas presentaron sus observaciones.
—Joder, son todos de El Palmar — soltó una. Su amiga le contestó:
—Y todos con diecinueve años — inquirió, mirándome. Yo crispé una sonrisa y emití un sonido que pretendía imitar un "ja".
El profesor habló otro rato y perdí la atención de nuevo. Miré mi horario de nuevo con satisfacción creciente. Repasé con bolígrafo una y otra vez las clases a las que tendría que asistir. Un total de ocho horas semanales. Me iba a divertir restregandoselo a la gente por la cara: ¿Que acabas de volver del instituto muerta de hambre y bajo el inclemente sol del mediodía? ¿Yo? Pues yo he vuelto a las once y media, me he echado un rato y acabo de comer... ¿Por qué me miras con odio?


Tras ese... épico primer día. Acudí sin emitir queja a las clases, que resultaron, como esperaba, fáciles. Me dediqué a seguir una rutina planeada y marcada, sin sobresaltos y a mi ritmo. Claro está, la gente tiende a socializar. Conocí a alguien con quien compartía gustos y el mismo don del habla. Cuando hablamos, comentamos alguna serie, sucesos o simplemente el tiempo de forma breve y después callamos. He conocido también a varias madres y no sé por qué me sorprendí por ello. Se suponía que era normal, teniendo en cuenta a donde estaba asistiendo, ¿no? Y como decía, a la gente le gusta socializar. Hay gente, de mi mismo pueblo que por designios del destino, toma el mismo autobús que yo y por su gracia divina se sienta a mi lado e intenta entablar conversación. Es decir, ¿quien, guiado por la lógica popular, se acerca con intenciones coversacionales a alguien con auriculares en los oídos y enfrascada en una lectura mucho más interesante que sus preguntas banales? Con sus consecuentes respuestas monosilábicas, por supuesto. Imaginaros, un viaje entero,con mi mirada esquiva posada en la ventana, la chica en cuestión preguntando y yo sin ningún interés, un auricular descolgado y mis dedos tamborileando en la cubierta de libro, con una pregunta rodándome la cabeza "¿Será de mala educación si me pongo a leer ahora?"

Hace bien poco, a la salida de clase, las una de la tarde, mi estomago rugiendo con furia. Me puse los auriculares y me encaminé a la parada, con unas chicas que en apariencia no iban conmigo detrás de mi, con intenciones de coger el mismo autobús, supongo.
—Espera —dijo una de ellas, dirigiéndose a la otra—, tengo que ir al baño.
—Vale —dijo la otra y se giró hacía mi, que en ese momento estaba seleccionando canción—. Vamos al baño, ¿te vienes?
En forma de reflejo, mi cara compuso una expresión de perplejidad. A veces me pregunto, como mujer que soy, que obsesión tienen las chicas con ir al baño en grupo. Luego, con los ojos entrecerrados por el Sol, compuse mi mejor expresión de "Ay, que pena, lo siento mucho, pero es que no me da la gana" acompañada de un débil encogimiento de hombros:
—Es que debe de haber un autobús a punto de salir y tengo hambre y prisa y... —dejé la frase en el aire, estaba resultando patético, pero pareció que se conformaba.
—Ah —dijo, y dio media vuelta. Yo hice lo propio.

Hasta ahora es lo más interesante que me ha pasado. Para manteneros informados, la niña diabólica sigue con sus insubordinaciones hacia mi persona. Un día de manualidades nos encontrábamos en el baño otra maestra y yo, lavando pinceles, y la niña en cuestión, lavándose las manos. Me fui por más pinceles, con las manos ateridas por el frío del agua y cuando volví las encontré en silencio. Me apoyé en el marco de la puerta, esperando a que me dejaran sitio en el lavabo. Creo que la niña me miró un momento, antes de decirle a la otra maestra, muy confidencialmente:
—Pues, ¿sabes? Yo a la maestra la llamo "Siggid" pero yo sé que se llama "Sigrid"
—Pero si a ella le molesta no deberías hacerlo, ¿no?
Se me escapó un risa monosilábica, captando al momento la ironía del asunto. Me llamaba así precisamente porque me molestaba.

martes, 2 de noviembre de 2010

Lo que hay que oir...

Saludos.
En mi vida como estudiante he visto muchísimas cosas. He visto la estupidez humana concentrada en un cuerpecillo lleno de hormonas adolescentes. La incultura más evidente. Pero no solo los jóvenes (en los cuales reconocí la estupidez desde el mismo comienzo de mi adolescencia), si no también los adultos, a los que siempre vi con ojo critico. Hombres y mujeres en sus cuarenta y cincuenta largos. Tal vez más jóvenes. He aquí alguna de sus perlas, que he ido recogiendo a lo largo de tres años.

PROFESOR/A ('P' de aquí en adelante): "¡Ay, Sigrid, si estabas aquí!"
Ésta única en mi época escolar, en el colegio. La soltó al final de una clase, cuando por fin se percató de mi presencia.

P: "¿Te ha dicho que estas bien?"
Profesora al presentarle el justificante del psicólogo. Pensaría que estaba mal de la cabeza. Mi respuesta: sonrisa falsa.

P: "Anónimo, muérete cuando tengas tiempo."
Es agradable ver cuando un profesor comparte mi opinión. Lo de "Anónimo" es, claramente, para no citar nombres ajenos, pese a lo muy imbécil que pueda ser ese alguien.

P: "A ver: Esto es como la monarquía de los Reyes Católicos, tú eres un noble de mierda y yo soy la reina".
Una profesora a un delegado que creía que podía decidir cosas.

ALUMNO/A ('A', de aquí en adelante): "Fugamientos estresantes".

A: "Profesora, vamos a tomarnos un día asiático".
Será sabático.

P: "Yo también le he puesto platos de comida a los invitados de la tele".
Nunca supe que quiso decir.

P: "Si os dais cuenta, las catástrofes naturales solo asolan los países pobres. ¿Por qué? Pues porque son pobres".
Claro...

P[dictando]:... Mientras que la mujer queda relegada...
A: Profesor, ¿qué es relegada?
P: "Relegada" es... Mmmm... Es... Bueno, queda relegada al ámbito de la familia [sigue dictando].

P: "Velazquez, que se casó con la hija de su suegro...".
La ostia, y luego son los profesores los que hacen libros sobre las lindezas de los alumnos...

P: ¿Sabes quien eran los ilustrados?
A: Los que están dibujados.
Retiro lo dicho.

P: "Libertad es la capacidad de los individuos (personas, porque los animales no tienen libertad)".
Olé.

P: "Se estudia como se nace y se muere, solo y en silencio".
Esta la pongo por molonidad.

Psicóloga (en una charla, ella preguntaba y nosotros no contestábamos): Es que están tan callados... Los otros son más...
P: ¿Inteligentes?
Cabrón.

A: "Es como un insulto suave, porque si le digo a él "poco pelo", es como decirle "calvo de mierda".
Una alumna, refiriéndose a lo anterior.

Psicóloga, en la tan odiada charla de sexualidad: En el sexo oral, ¿puede haber riesgo de infección?
A: No.
Psicóloga niega con la cabeza.
A: Pero, ¿oral no es de hablar? Porque cuando el profesor dice de hacer un examen oral no voy a chuparle las preguntas.

Aquí hay dos componentes: P1 y P2. P1 llega a la clase y P2 parece una alumna vista desde atrás.
P1 [llega y ve la mesa del profesor llena de cosas]: Pero, ¡¿esto de quien es?! [mira a P2] ¡Ah, que eso es una profesora! [disimula] ¡Eso... Eso es una profesora que os hace trabajar!

P: ¿Tú sabes quién es Camilo José Cela?
A: No sé, ¿un cantante?
¡Porque saber es poder!

P: Aquí hay una errata...
A: ¡¿QUÉ?!
Sí, yo también odio las 'erratas', esos bichos enormes y peludos...

P: "Estamos hablando de fetos malformados, fetos monstruitos...."
Que sensibilidad, por dios.

A: "Entonces Michael Jackson es un hereje, ¿no? Renunció a su color, se cambió de negro a blanco..."

A: "¡El McDonalds!"
Dice una alumna, cuando la profesora americana pregunta a toda la clase por comidas típicas españolas... Fue la misma que, poco después, soltó "¡el chino!".

P: ¿Qué es legislativo?
A: ¡Robar!
No sé ni por qué me sorprendo.

P [dictando un ejercicio de definiciones]: "'Cortes Generales'. No me pongáis que son los cortes que se hacen los generales".
Festival del humor, señores.

P: ¿Qué hace un traumatólogo?
A:... Es lo del cerebro, ¿no?
...

P: "Callaos ya. No me hagáis gritar como una histérica, encima con los pelos que llevo":
Conste, era un profesor, no profesora.

P: "¡Lo he repetido tres veces!"
Dice mientras eleva cuatro dedos.

P: "La democracia posibilita la democracia".
Claro.

Una que protagonizo:
A: ¿Mandó algo en Cultura Clásica?
Yo: El dibujo.
A: ¿De qué?
Yo: De lo de Heracles.
A: ¿En el ordenador?
Yo:... ¿Eh?
A: Que si mandó algo en Cultura Clásica.
Yo: El dibujo.
A: ¿De qué?
Yo: De lo de Heracles.
A: ¿En el ordenador?
Yo:... No.
A: ¿No fuisteis a los ordenadores?
Yo: No, hicimos el dibujo.
A: Ah...
Lo que se dice un dialogo de besugos.

P: ¿Entiendes la letra?
A: Claro...
Aclaro que la letra que había que entender era de una hoja impresa del World.

A: Nadie aprende sabiendo.

P: "Si retiran lo que dijeron de mi al jefe de estudios, les doy las preguntas del próximo examen".
Total y absolutamente verídico.

martes, 26 de enero de 2010

De fracasada estudiantil a "Maestra"

No me engaño. No triunfé en los estudios por mi propia pereza, pesada e inamovible. Mi madre, a modo de ponerme a hacer algo y para, según sus palabras textuales, "que me entere de las púas que tiene un peine" me metió en una asociación. Y ahí estoy. En una asociación basada en la interculturalidad, que va a algún que otro evento de esa índole y que da clases de apoyo a adultos y niños extranjeros. A estos últimos, por las tardes, les doy yo los martes y los jueves.
En esas clases he descubierto muchas cosas:

1) Da igual lo que diga la gente. No es verdad que los niños "no saben lo que hacen". Lo saben a cualquier edad, pese a que dentro de unos años no lo reconozcan o no se acuerden. Tienen malicia, demonios. Esas crías se burlan de mi a conciencia. Un ejemplo:
De esas veces en las que no estoy ayudando a ningún crío, estaba paseándome por la habitación, mirando los libros y demás, cuando oigo la voz estridente gritando a dos metros de mi. Una de las niñas que había ayudado antes me llamaba:
—¡Eh, niña! ¡Niña! —el sobrenombre que me había puesto la niña (cuyo nombre ni recuerdo ni importa ahora) me cayó encima como un balde de agua fría. Intentando que no se me notara el enfado repentino, con una sonrisa tensa y crispada, me acerco a la cría.
—No soy una niña. Tú eres una niña. Yo soy mayor que tú —quizá os resulte infantil mi forma de hablarle. Pero creo que la situación lo requería— Tengo 18 años.
—¡No! ¡Tú eres una niña!
Contuve un suspiro exasperado.
—¿Qué pasa? ¿Quieres que te traiga el D.N.I.?
—¡Niña! ¡Niña!
Esta vez sí, dejé escapar el suspiro y me alejé de la cría, que se reía (de mi) junto con su compañera.

Otro ejemplo:
Por si no lo sabéis, me gusta vestir de negro, con ropas más bien holgadas. Eso me dió problemas recientemente, cuando ayudaba a un niño que apenas sabía escribir. La misma niña de la vez anterior me llamaba desde atrás, esta vez con un poco más de respeto, de momento.
—Maestra Sigrid, maestra Sigrid.
—Espera un momento —le dije al niño—. ¿Qué pasa? —Creo que el tono de voz me salió un poco brusco. La niña solo me sonrió de vuelta.
—¿Por qué vistes siempre de negro?
—Porque me gusta.
—Pues a mi me gustan los colorines.
—Bien por ti.
—¿Por qué no te pones colorines?
—Porque no me gustan. Ahora trabaja.
Un tiempo después, cuando volvía a pasearme por la clase, pasé casualmente a lado de la mesa de la cría, que volvió a llamarme.
—¡Maestra! ¿Por qué llevas ropas de chico?
Un ligero tic asomó un momento debajo de mi ojo derecho. Me miré rápidamente. Lo único que se podía considerar de chico era la camiseta de Ska-p que había heredado de mi hermano, y ni siquiera. Por lo demás, unos pantalones negros, converse de igual color y una chaqueta de pana negra heredada de mi prima.
—No llevo ropa de chico.
—¡Sí las llevas! ¡El negro es color de chicos! ¡Eres un chico!
Me pase la mano lentamente por la cara y me aparté el flequillo de los ojos. Suspiré, me agaché un poco a su lado y le encaré.
—No soy un chico, soy una chica. —dije lo mas calmadamente posible.
—¡No! ¡Eres un chico! ¡Eres un chico! —como si una sola vez no me cabreara— ¡Eres un chico! ¡Me voy traer unas tijeras y te voy a cortar el pelo ese que llevas!
Me puse del todo de pie, fruncí el ceño y el tic volvió a asomar. La miré con una sonrisa crispada cuando le dije:
—¡Inténtalo!
La niña rió hasta que me miro a los ojos, que fue cuando dijo algo como "ups" o "vale" y agachó la cabeza y siguió trabajando.

Otro más:
La misma cría. Malicia pura.
—¡Maestra! ¡Ayúdame con esto!
Voy hasta su mesa y miro por encima de su hombro la hoja que tenía que hacer. Era una hoja de repasar letras. Achico los ojos mientras ella empieza a reír.

2) No sé fingir. Ya se sabe que cuando los críos te enseñan un dibujo, tú finges, sonríes de oreja a oreja, pones la voz aguda y le dices lo bien que está. Yo no sé hacer eso. La última vez (una niña me enseño algo que bien podía ser abstracto) me salió algo como:
—Hmm... Wow, que chulo. —ahora imaginaroslo con una voz monótona y casi aburrida. En mi cara solo había un intento de sonrisa.
Poco después escuche a otra de las chicas que esta dando clase decir algo como:
—¡Hala, que guay! ¡Te ha quedado muy bien! ¿Lo vas a colorear? —y le sonaba creible y todo. En ese momento, se me escapó una sonrisa resignada.

3) Las crías son posesivas. Si las ayudas una vez, tendrás que ayudarle el resto de la hora. Y ay de ti si te vas y no le haces caso. Una vez me fui porque no había mas remedio, había dejado a la cría entretenida con algo que sabia hacer. Me alejé hasta una niña que solo me pedía colores.
—Espera un momento, ¿vale? Un momento. —le dije, y me fui. No había llegado hasta la otra cuando...
—¡MAESTRAAAAAA! —su estridente voz llamándome entre contrariada y ofendida. Yo solo pude gesticular para que esperara.
Las otras veces, cuando me alejaba, ella personalmente se encargaba de hacerme regresar agarrándome un brazo. En una ocasión me lo retorció (espero que sin querer) y lo temí dislocado.

4) Los niños no me gustan, pero yo parezco gustarles. Me han regalado dibujos, ramas de algo (?), una corona de los reyes y más recientemente (hoy) una pegatina.
El episodio de la corona de Reyes fue curioso:
El día de Reyes, por hacer algo para los críos, y gracias a una asociación que da juguetes, organizamos una pequeña fiesta para darles regalos. Un voluntario contó un cuento e hizo un truco de magia y luego se pusieron a jugar a lo de las sillas. Imaginaros a un montón de críos corriendo como pollos sin cabeza alrededor de unas sillas. Yo me senté un poco más alejada y al rato se me sentó al lado una niña (sí, se que no pongo nombres nunca, pero es que no me los sé) que intentaba unir una corona del roscón de Reyes. Yo la miré un momento debatirse con la corona antes de quitársela de las manos:
—Anda, déjame a mí
Una vez hecha la corona, se la devolví. La niña me sonrió y yo le sonreí de vuelta. En ese momento, estiró los brazos y ponerme la corona a mí. Yo le sonreí de manera forzada antes de quitarme la corona (que no me cabía en la cabeza) y ponérsela yo a ella.
—Te queda mejor a ti. —le dije.

5) Hay niños raros. La única actividad lúdica que tienen los niños después de los deberes es dibujar. Tanto si es colorear como si es dibujar en un folio. Y el caso es que les encanta. Pero una vez se dio este caso:
Estando yo a lo mío, se me acerco una cría:
—Maestra, he terminado. —me dijo
—¿Todo? —dije yo mirando la hoja que me daba. Ella asintió — ¿Quieres una hoja para dibujar?
—¡No! ¡Yo quiero hacer matemáticas!
Me hubiera gustado verme la cara en ese momento...

Y creo que ya está. Me mantengo ocupada y eso basta. Mi único temor es que descubran que soy una nulidad con las matemáticas.

sábado, 9 de enero de 2010

El Gato de Chesire



... Los únicos seres que en aquella cocina no estornudaban eran la cocinera y el rollizo gatazo que yacía cerca del fuego, con una sonrisa de oreja a oreja.
—Por favor, ¿podría usted decirme —preguntó Alicia con timidez, pues no estaba demasiado segura que fuera correcto por su parte empezar ella la conversación— por qué su gato sonríe de esa manera?
—Es un gato de Chesire —dijo la Duquesa—, por eso sonríe. ¡Cochino!
Gritó esta última palabra con una violencia tan repentina, que Alicia estuvo a punto de dar un salto, pero enseguida se dio cuenta de que iba dirigida al bebé, y no a ella, de modo que recobró el valor y siguió hablando.
—No sabía que los gatos de Chesire estuvieran siempre sonriendo. En realidad, ni siquiera sabía que los gatos pudieran sonreír.
—Todos pueden —dijo la Duquesa—, y muchos lo hacen.
—No sabía de ninguno que lo hiciera —dijo Alicia muy amablemente, contenta de haber iniciado una conversación.
—No sabes casi nada de nada —dijo la Duquesa—. Eso es lo ocurre.
...

... cuando tuvo un ligero sobresalto al ver que el Gato de Chesire estaba sentado en la rama de un árbol muy próximo a ella.
El Gato, cuando vio a Alicia, se limitó a sonreír. Parecía tener buen carácter, pero también tenía uñas muy largas y muchísimos dientes, de modo que sería mejor tratarlo con respeto.
—Minino de Chesire —empezó Alicia tímidamente, pues no estaba del todo segura de si le gustaría este tratamiento: pero el Gato no hizo más que ensanchar su sonrisa, por lo que Alicia decidió que sí le gustaba—. Minino de Chesire, ¿podrías decirme, por favor, qué camino debo seguir para salir de aquí?
—Esto depende en gran parte del sitio al que quieras llegar —dijo el Gato.
—No me importa mucho el sitio... —dijo Alicia.
—Entonces tampoco importa mucho el camino que tomes —dijo el Gato.
—... siempre que llegue a alguna parte —añadió Alicia como explicación.
—¡Oh, siempre llegarás a alguna parte —aseguró el Gato—, si caminas lo suficiente!
A Alicia le pareció que esto no tenía vuelta de hoja, y decidió hacer otra pregunta:
—¿Qué clase de gente vive por aquí?
—En esta dirección —dijo el Gato, haciendo un gesto con la pata derecha— vive un Sombrerero. Y en esta dirección —e hizo un gesto con la otra pata— vive una Liebre de Marzo. Visita al que quieras: los dos están locos.
—Pero es que a mí no me gusta tratar a gente loca —protestó Alicia.
—Oh, eso no lo puedes evitar —repuso el Gato—. Aquí todos estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca.
—¿Cómo sabes que yo estoy loca? —preguntó Alicia.
—Tienes que estarlo —afirmó el Gato—, o no habrías venido aquí.
Alicia pensó que esto no demostraba nada. Sin embargo, continuó con sus preguntas:
—¿Y cómo sabes que tú estás loco?
—Para empezar —repuso el Gato—, los perros no están locos. ¿De acuerdo?
—Supongo que sí —concedió Alicia.
—Muy bien. Pues en tal caso —siguió su razonamiento el Gato—, ya sabes que los perros gruñen cuando están enfadados, y mueven la cola cuando están contentos. Pues bien, yo gruño cuando estoy contento, y muevo la cola cuando estoy enfadado. Por lo tanto, estoy loco.
—A eso yo le llamo ronronear, no gruñir —dijo Alicia.
—Llámalo como quieras —dijo el Gato—. ¿Vas a jugar hoy al croquet con la Reina?
—Me gustaría mucho —dijo Alicia—, pero por ahora no me han invitado.
—Allí nos volveremos a ver —aseguró el Gato, y se desvaneció.
A Alicia esto no la sorprendió demasiado, tan acostumbrada estaba ya a que sucedieran cosas raras. Estaba todavía mirando hacia el lugar donde el Gato había estado, cuando éste reapareció de golpe.
—A propósito, ¿qué ha pasado con el bebé? —preguntó—. Me olvidaba de preguntarlo.
—Se convirtió en un cerdito —contestó Alicia sin inmutarse, como si el Gato hubiera vuelto de la forma más natural del mundo.
—Ya sabía que acabaría así —dijo el Gato, y desapareció de nuevo.


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"Alicia en el País de las maravillas" de Lewis Carrol.