martes, 26 de enero de 2010

De fracasada estudiantil a "Maestra"

No me engaño. No triunfé en los estudios por mi propia pereza, pesada e inamovible. Mi madre, a modo de ponerme a hacer algo y para, según sus palabras textuales, "que me entere de las púas que tiene un peine" me metió en una asociación. Y ahí estoy. En una asociación basada en la interculturalidad, que va a algún que otro evento de esa índole y que da clases de apoyo a adultos y niños extranjeros. A estos últimos, por las tardes, les doy yo los martes y los jueves.
En esas clases he descubierto muchas cosas:

1) Da igual lo que diga la gente. No es verdad que los niños "no saben lo que hacen". Lo saben a cualquier edad, pese a que dentro de unos años no lo reconozcan o no se acuerden. Tienen malicia, demonios. Esas crías se burlan de mi a conciencia. Un ejemplo:
De esas veces en las que no estoy ayudando a ningún crío, estaba paseándome por la habitación, mirando los libros y demás, cuando oigo la voz estridente gritando a dos metros de mi. Una de las niñas que había ayudado antes me llamaba:
—¡Eh, niña! ¡Niña! —el sobrenombre que me había puesto la niña (cuyo nombre ni recuerdo ni importa ahora) me cayó encima como un balde de agua fría. Intentando que no se me notara el enfado repentino, con una sonrisa tensa y crispada, me acerco a la cría.
—No soy una niña. Tú eres una niña. Yo soy mayor que tú —quizá os resulte infantil mi forma de hablarle. Pero creo que la situación lo requería— Tengo 18 años.
—¡No! ¡Tú eres una niña!
Contuve un suspiro exasperado.
—¿Qué pasa? ¿Quieres que te traiga el D.N.I.?
—¡Niña! ¡Niña!
Esta vez sí, dejé escapar el suspiro y me alejé de la cría, que se reía (de mi) junto con su compañera.

Otro ejemplo:
Por si no lo sabéis, me gusta vestir de negro, con ropas más bien holgadas. Eso me dió problemas recientemente, cuando ayudaba a un niño que apenas sabía escribir. La misma niña de la vez anterior me llamaba desde atrás, esta vez con un poco más de respeto, de momento.
—Maestra Sigrid, maestra Sigrid.
—Espera un momento —le dije al niño—. ¿Qué pasa? —Creo que el tono de voz me salió un poco brusco. La niña solo me sonrió de vuelta.
—¿Por qué vistes siempre de negro?
—Porque me gusta.
—Pues a mi me gustan los colorines.
—Bien por ti.
—¿Por qué no te pones colorines?
—Porque no me gustan. Ahora trabaja.
Un tiempo después, cuando volvía a pasearme por la clase, pasé casualmente a lado de la mesa de la cría, que volvió a llamarme.
—¡Maestra! ¿Por qué llevas ropas de chico?
Un ligero tic asomó un momento debajo de mi ojo derecho. Me miré rápidamente. Lo único que se podía considerar de chico era la camiseta de Ska-p que había heredado de mi hermano, y ni siquiera. Por lo demás, unos pantalones negros, converse de igual color y una chaqueta de pana negra heredada de mi prima.
—No llevo ropa de chico.
—¡Sí las llevas! ¡El negro es color de chicos! ¡Eres un chico!
Me pase la mano lentamente por la cara y me aparté el flequillo de los ojos. Suspiré, me agaché un poco a su lado y le encaré.
—No soy un chico, soy una chica. —dije lo mas calmadamente posible.
—¡No! ¡Eres un chico! ¡Eres un chico! —como si una sola vez no me cabreara— ¡Eres un chico! ¡Me voy traer unas tijeras y te voy a cortar el pelo ese que llevas!
Me puse del todo de pie, fruncí el ceño y el tic volvió a asomar. La miré con una sonrisa crispada cuando le dije:
—¡Inténtalo!
La niña rió hasta que me miro a los ojos, que fue cuando dijo algo como "ups" o "vale" y agachó la cabeza y siguió trabajando.

Otro más:
La misma cría. Malicia pura.
—¡Maestra! ¡Ayúdame con esto!
Voy hasta su mesa y miro por encima de su hombro la hoja que tenía que hacer. Era una hoja de repasar letras. Achico los ojos mientras ella empieza a reír.

2) No sé fingir. Ya se sabe que cuando los críos te enseñan un dibujo, tú finges, sonríes de oreja a oreja, pones la voz aguda y le dices lo bien que está. Yo no sé hacer eso. La última vez (una niña me enseño algo que bien podía ser abstracto) me salió algo como:
—Hmm... Wow, que chulo. —ahora imaginaroslo con una voz monótona y casi aburrida. En mi cara solo había un intento de sonrisa.
Poco después escuche a otra de las chicas que esta dando clase decir algo como:
—¡Hala, que guay! ¡Te ha quedado muy bien! ¿Lo vas a colorear? —y le sonaba creible y todo. En ese momento, se me escapó una sonrisa resignada.

3) Las crías son posesivas. Si las ayudas una vez, tendrás que ayudarle el resto de la hora. Y ay de ti si te vas y no le haces caso. Una vez me fui porque no había mas remedio, había dejado a la cría entretenida con algo que sabia hacer. Me alejé hasta una niña que solo me pedía colores.
—Espera un momento, ¿vale? Un momento. —le dije, y me fui. No había llegado hasta la otra cuando...
—¡MAESTRAAAAAA! —su estridente voz llamándome entre contrariada y ofendida. Yo solo pude gesticular para que esperara.
Las otras veces, cuando me alejaba, ella personalmente se encargaba de hacerme regresar agarrándome un brazo. En una ocasión me lo retorció (espero que sin querer) y lo temí dislocado.

4) Los niños no me gustan, pero yo parezco gustarles. Me han regalado dibujos, ramas de algo (?), una corona de los reyes y más recientemente (hoy) una pegatina.
El episodio de la corona de Reyes fue curioso:
El día de Reyes, por hacer algo para los críos, y gracias a una asociación que da juguetes, organizamos una pequeña fiesta para darles regalos. Un voluntario contó un cuento e hizo un truco de magia y luego se pusieron a jugar a lo de las sillas. Imaginaros a un montón de críos corriendo como pollos sin cabeza alrededor de unas sillas. Yo me senté un poco más alejada y al rato se me sentó al lado una niña (sí, se que no pongo nombres nunca, pero es que no me los sé) que intentaba unir una corona del roscón de Reyes. Yo la miré un momento debatirse con la corona antes de quitársela de las manos:
—Anda, déjame a mí
Una vez hecha la corona, se la devolví. La niña me sonrió y yo le sonreí de vuelta. En ese momento, estiró los brazos y ponerme la corona a mí. Yo le sonreí de manera forzada antes de quitarme la corona (que no me cabía en la cabeza) y ponérsela yo a ella.
—Te queda mejor a ti. —le dije.

5) Hay niños raros. La única actividad lúdica que tienen los niños después de los deberes es dibujar. Tanto si es colorear como si es dibujar en un folio. Y el caso es que les encanta. Pero una vez se dio este caso:
Estando yo a lo mío, se me acerco una cría:
—Maestra, he terminado. —me dijo
—¿Todo? —dije yo mirando la hoja que me daba. Ella asintió — ¿Quieres una hoja para dibujar?
—¡No! ¡Yo quiero hacer matemáticas!
Me hubiera gustado verme la cara en ese momento...

Y creo que ya está. Me mantengo ocupada y eso basta. Mi único temor es que descubran que soy una nulidad con las matemáticas.

sábado, 9 de enero de 2010

El Gato de Chesire



... Los únicos seres que en aquella cocina no estornudaban eran la cocinera y el rollizo gatazo que yacía cerca del fuego, con una sonrisa de oreja a oreja.
—Por favor, ¿podría usted decirme —preguntó Alicia con timidez, pues no estaba demasiado segura que fuera correcto por su parte empezar ella la conversación— por qué su gato sonríe de esa manera?
—Es un gato de Chesire —dijo la Duquesa—, por eso sonríe. ¡Cochino!
Gritó esta última palabra con una violencia tan repentina, que Alicia estuvo a punto de dar un salto, pero enseguida se dio cuenta de que iba dirigida al bebé, y no a ella, de modo que recobró el valor y siguió hablando.
—No sabía que los gatos de Chesire estuvieran siempre sonriendo. En realidad, ni siquiera sabía que los gatos pudieran sonreír.
—Todos pueden —dijo la Duquesa—, y muchos lo hacen.
—No sabía de ninguno que lo hiciera —dijo Alicia muy amablemente, contenta de haber iniciado una conversación.
—No sabes casi nada de nada —dijo la Duquesa—. Eso es lo ocurre.
...

... cuando tuvo un ligero sobresalto al ver que el Gato de Chesire estaba sentado en la rama de un árbol muy próximo a ella.
El Gato, cuando vio a Alicia, se limitó a sonreír. Parecía tener buen carácter, pero también tenía uñas muy largas y muchísimos dientes, de modo que sería mejor tratarlo con respeto.
—Minino de Chesire —empezó Alicia tímidamente, pues no estaba del todo segura de si le gustaría este tratamiento: pero el Gato no hizo más que ensanchar su sonrisa, por lo que Alicia decidió que sí le gustaba—. Minino de Chesire, ¿podrías decirme, por favor, qué camino debo seguir para salir de aquí?
—Esto depende en gran parte del sitio al que quieras llegar —dijo el Gato.
—No me importa mucho el sitio... —dijo Alicia.
—Entonces tampoco importa mucho el camino que tomes —dijo el Gato.
—... siempre que llegue a alguna parte —añadió Alicia como explicación.
—¡Oh, siempre llegarás a alguna parte —aseguró el Gato—, si caminas lo suficiente!
A Alicia le pareció que esto no tenía vuelta de hoja, y decidió hacer otra pregunta:
—¿Qué clase de gente vive por aquí?
—En esta dirección —dijo el Gato, haciendo un gesto con la pata derecha— vive un Sombrerero. Y en esta dirección —e hizo un gesto con la otra pata— vive una Liebre de Marzo. Visita al que quieras: los dos están locos.
—Pero es que a mí no me gusta tratar a gente loca —protestó Alicia.
—Oh, eso no lo puedes evitar —repuso el Gato—. Aquí todos estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca.
—¿Cómo sabes que yo estoy loca? —preguntó Alicia.
—Tienes que estarlo —afirmó el Gato—, o no habrías venido aquí.
Alicia pensó que esto no demostraba nada. Sin embargo, continuó con sus preguntas:
—¿Y cómo sabes que tú estás loco?
—Para empezar —repuso el Gato—, los perros no están locos. ¿De acuerdo?
—Supongo que sí —concedió Alicia.
—Muy bien. Pues en tal caso —siguió su razonamiento el Gato—, ya sabes que los perros gruñen cuando están enfadados, y mueven la cola cuando están contentos. Pues bien, yo gruño cuando estoy contento, y muevo la cola cuando estoy enfadado. Por lo tanto, estoy loco.
—A eso yo le llamo ronronear, no gruñir —dijo Alicia.
—Llámalo como quieras —dijo el Gato—. ¿Vas a jugar hoy al croquet con la Reina?
—Me gustaría mucho —dijo Alicia—, pero por ahora no me han invitado.
—Allí nos volveremos a ver —aseguró el Gato, y se desvaneció.
A Alicia esto no la sorprendió demasiado, tan acostumbrada estaba ya a que sucedieran cosas raras. Estaba todavía mirando hacia el lugar donde el Gato había estado, cuando éste reapareció de golpe.
—A propósito, ¿qué ha pasado con el bebé? —preguntó—. Me olvidaba de preguntarlo.
—Se convirtió en un cerdito —contestó Alicia sin inmutarse, como si el Gato hubiera vuelto de la forma más natural del mundo.
—Ya sabía que acabaría así —dijo el Gato, y desapareció de nuevo.


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"Alicia en el País de las maravillas" de Lewis Carrol.