domingo, 7 de noviembre de 2010

Clase 10

Aclaro que esto lo escribí hace meses.

-------------------------

Si hace eones os hablé de mis experiencias como no estudiante y maestra, la situación dio una especie de vuelco repentino. No hay otra palabra. Repentino. De un momento a otro no estaba haciendo nada en mi casa, como había sido la acostumbrada rutina desde que suspendí, a estar a las ocho y pico de la mañana en un instituto de educación de adultos, matricula en mano. Y ahí que me vi, sorpresivamente aceptada (cuando me habían asegurado que era muy difícil) en un instituto que no conocía, refugiada de la lluvia en las antiestéticas escaleras de metal exteriores y rodeada de gente nueva como yo pero que todos parecían saber donde iban, todo lo contrario a mi.
En un acto de pura desesperación, me dirigí hacía el tablón de anuncios con una apariencia calmada y mis ojos se movieron freneticos en busca de mi nombre. ¿Habría habido algún error? ¿Sería un "ups, que error más tonto, me vuelvo a dormir"? Ah, no. Una Sigrid aparece en la lista, y estoy bastante segura de que mi nombre es el único en la región, sobre todo si viene acompañado de los apellidos pertinentes. Suspiro, y busco mi clase.
"Clase 10" rezaba el cartel destinado a guiar a los nuevos. Bien, ¿donde está la Clase 10? Me adentré un poco más en el edificio y veo, a través de los cristales diversas clases, con sus pupitres y toda la parafernalia que exigen las aulas. Miro las señales de encima de las puertas. "Clase 8", "Clase 7", "Clase 5"... Ningún 10. Las nueve menos diez... La clase empieza a las nueve. Aprieto y suelto los puños de manera compulsiva y voy a la Secretaría. Ahí está la misma que me atendió cuando fui a echar la matrícula:
—Disculpe —musité, ella ni se dio cuenta—. Disculpe —dije otra vez, alzando un poco más la voz.
Me miró. Esbozó un sonrisa falsa:
—¿Sí?
—Quería... Eh... Quería saber donde está la Clase 10.
—Lo pone en la puerta —soltó de forma seca.
"Ya he mirado y no, no lo pone, zorra" me abstuve de soltarle un improperio y lo volví a intentar.
—Ya he mirado y no...
—Pues lo pone en la puerta. —me interrumpió abruptamente.
—Vale —dije, con un pequeño espasmo en el ojo, y salí sin mirar atrás.
Miré el cartel de la puerta de nuevo. Clase 10. Miré a ambos lados del pasillo, esperando que, quizás, la clase se materializara delante de mis ojos. No fue la clase, pero sí un profesor calvo con bata blanca. Una esperanza. Me acerqué a él intentando no parecer eufórica y/o desesperada y le pregunté.
—Disculpe, ¿podría decirme donde está la Clase 10? —lo solté todo rápida y atropelladamente.
El profesor Anónimo me dirigió una sonrisa amable.
—Claro, sígueme.
Me condujo hacía la puerta que daba afuera, a las horribles escaleras de metal y señaló un pequeño edificio, un bajo dividido en dos aulas.
—Es ésa. La que está a la derecha.
Miré hacía el insignificante edificio. "Anda, coño..." una vez más, me lo guardé para mí.
—Gracias —esbocé media sonrisa y empecé a bajar escalones.
Al llegar, la presentación (que no clase) había empezado. El tutor era el que iba a ser el profesor de matemáticas. Y entre los alumnos, más jóvenes de lo que me esperaba, vi alguna cara conocida. El profesor soltaba mucho blablablá para acordarme ahora. En general, contaba de como iba a ser el funcionamiento: clases de dos horas y recreos de veinte minutos. Luego, repartió formularios para rellenar y los horarios. Bien, un consuelo: sólo tendría que asistir tres días a la semana, sumando un total de ocho horas a la semana, teniendo que cursar únicamente Matemáticas y Biología. Suspiré aliviada y reprimí el gesto de victoria.
—Bien, y ahora, ¿por qué no os presentáis?
Mierda. Hablar en público y tener que escuchar a un montón de alumnos cuyos nombres no recordaría dentro de una hora. Me presenté. Otras alumnas presentaron sus observaciones.
—Joder, son todos de El Palmar — soltó una. Su amiga le contestó:
—Y todos con diecinueve años — inquirió, mirándome. Yo crispé una sonrisa y emití un sonido que pretendía imitar un "ja".
El profesor habló otro rato y perdí la atención de nuevo. Miré mi horario de nuevo con satisfacción creciente. Repasé con bolígrafo una y otra vez las clases a las que tendría que asistir. Un total de ocho horas semanales. Me iba a divertir restregandoselo a la gente por la cara: ¿Que acabas de volver del instituto muerta de hambre y bajo el inclemente sol del mediodía? ¿Yo? Pues yo he vuelto a las once y media, me he echado un rato y acabo de comer... ¿Por qué me miras con odio?


Tras ese... épico primer día. Acudí sin emitir queja a las clases, que resultaron, como esperaba, fáciles. Me dediqué a seguir una rutina planeada y marcada, sin sobresaltos y a mi ritmo. Claro está, la gente tiende a socializar. Conocí a alguien con quien compartía gustos y el mismo don del habla. Cuando hablamos, comentamos alguna serie, sucesos o simplemente el tiempo de forma breve y después callamos. He conocido también a varias madres y no sé por qué me sorprendí por ello. Se suponía que era normal, teniendo en cuenta a donde estaba asistiendo, ¿no? Y como decía, a la gente le gusta socializar. Hay gente, de mi mismo pueblo que por designios del destino, toma el mismo autobús que yo y por su gracia divina se sienta a mi lado e intenta entablar conversación. Es decir, ¿quien, guiado por la lógica popular, se acerca con intenciones coversacionales a alguien con auriculares en los oídos y enfrascada en una lectura mucho más interesante que sus preguntas banales? Con sus consecuentes respuestas monosilábicas, por supuesto. Imaginaros, un viaje entero,con mi mirada esquiva posada en la ventana, la chica en cuestión preguntando y yo sin ningún interés, un auricular descolgado y mis dedos tamborileando en la cubierta de libro, con una pregunta rodándome la cabeza "¿Será de mala educación si me pongo a leer ahora?"

Hace bien poco, a la salida de clase, las una de la tarde, mi estomago rugiendo con furia. Me puse los auriculares y me encaminé a la parada, con unas chicas que en apariencia no iban conmigo detrás de mi, con intenciones de coger el mismo autobús, supongo.
—Espera —dijo una de ellas, dirigiéndose a la otra—, tengo que ir al baño.
—Vale —dijo la otra y se giró hacía mi, que en ese momento estaba seleccionando canción—. Vamos al baño, ¿te vienes?
En forma de reflejo, mi cara compuso una expresión de perplejidad. A veces me pregunto, como mujer que soy, que obsesión tienen las chicas con ir al baño en grupo. Luego, con los ojos entrecerrados por el Sol, compuse mi mejor expresión de "Ay, que pena, lo siento mucho, pero es que no me da la gana" acompañada de un débil encogimiento de hombros:
—Es que debe de haber un autobús a punto de salir y tengo hambre y prisa y... —dejé la frase en el aire, estaba resultando patético, pero pareció que se conformaba.
—Ah —dijo, y dio media vuelta. Yo hice lo propio.

Hasta ahora es lo más interesante que me ha pasado. Para manteneros informados, la niña diabólica sigue con sus insubordinaciones hacia mi persona. Un día de manualidades nos encontrábamos en el baño otra maestra y yo, lavando pinceles, y la niña en cuestión, lavándose las manos. Me fui por más pinceles, con las manos ateridas por el frío del agua y cuando volví las encontré en silencio. Me apoyé en el marco de la puerta, esperando a que me dejaran sitio en el lavabo. Creo que la niña me miró un momento, antes de decirle a la otra maestra, muy confidencialmente:
—Pues, ¿sabes? Yo a la maestra la llamo "Siggid" pero yo sé que se llama "Sigrid"
—Pero si a ella le molesta no deberías hacerlo, ¿no?
Se me escapó un risa monosilábica, captando al momento la ironía del asunto. Me llamaba así precisamente porque me molestaba.

No hay comentarios:

Publicar un comentario